Nota del autor del blog:
De don Miguel de Cervantes y Saavedra, quiero dedicar a mi hijo prosa tan hermosa como la aquí acontecida, que en soslayar a bellas damas tiene por costumbre el malandrín en sus correrías.
Leyeros vos de este capitulo de Don Quijote, buena parte de la que corresponde esta alegoría.
Extraido del capitulo XXXVIII del Quijote. Donde se cuenta la que dio de su mala andanza la
dueña Dolorida
-«Del famoso reino de
Candaya, que cae entre la gran Trapobana y el mar del Sur, dos leguas más allá
del cabo Comorín, fue señora la reina doña Maguncia, viuda del rey Archipiela,
su señor y marido, de cuyo matrimonio tuvieron y procrearon a la infanta
Antonomasia, heredera del reino, la cual dicha infanta Antonomasia se crió y
creció debajo de mi tutela y doctrina, por ser yo la más antigua y la más
principal dueña de su madre.
Sucedió, pues, que, yendo días y viniendo días, la
niña Antonomasia llegó a edad de catorce años, con tan gran perfeción de hermosura,
que no la pudo subir más de punto la naturaleza. ¡Pues digamos agora que la
discreción era mocosa! Así era discreta como bella, y era la más bella del
mundo, y lo es, si ya los hados invidiosos y las parcas endurecidas no la han
cortado la estambre de la vida. Pero no habrán, que no han de permitir los
cielos que se haga tanto mal a la tierra como sería llevarse en agraz el racimo
del más hermoso veduño del suelo.
De esta hermosura, y no como se debe
encarecida de mi torpe lengua, se enamoró un número infinito de príncipes, así
naturales como estranjeros, entre los cuales osó levantar los pensamientos al
cielo de tanta belleza un caballero particular que en la corte estaba, confiado
en su mocedad y en su bizarría, y en sus muchas habilidades y gracias, y
facilidad y felicidad de ingenio; porque hago saber a vuestras grandezas, si no
lo tienen por enojo, que tocaba una guitarra que la hacía hablar, y más que era
poeta y gran bailarín, y sabía hacer una jaula de pájaros, que solamente a
hacerlas pudiera ganar la vida cuando se viera en estrema necesidad, que todas
estas partes y gracias son bastantes a derribar una montaña, no que una
delicada doncella.
Pero toda su gentileza y buen donaire y todas sus gracias y
habilidades fueran poca o ninguna parte para rendir la fortaleza de mi niña, si
el ladrón desuellacaras no usara del remedio de rendirme a mí primero. Primero
quiso el malandrín y desalmado vagamundo granjearme la voluntad y cohecharme el
gusto, para que yo, mal alcaide, le entregase las llaves de la fortaleza que
guardaba. En resolución: él me aduló el entendimiento y me rindió la voluntad
con no sé qué dijes y brincos que me dio, pero lo que más me hizo postrar y dar
conmigo por el suelo fueron unas coplas que le oí cantar una noche desde una reja
que caía a una callejuela donde él estaba, que, si mal no me acuerdo, decían:
De la dulce mi
enemiga
nace un mal que al
alma hiere,
y, por más tormento,
quiere
que se sienta y no se diga.
Parecióme la trova de
perlas, y su voz de almíbar, y después acá, digo, desde entonces, viendo el mal
en que caí por estos y otros semejantes versos, he considerado que de las
buenas y concertadas repúblicas se habían de desterrar los poetas, como
aconsejaba Platón, a lo menos, los lascivos, porque escriben unas coplas, no
como las del marqués de Mantua, que entretienen y hacen llorar los niños y a
las mujeres, sino unas agudezas que, a modo de blandas espinas, os atraviesan
el alma, y como rayos os hieren en ella, dejando sano el vestido. Y otra vez
cantó:
Ven, muerte, tan
escondida
que no te sienta
venir,
porque el placer del
morir
no me torne a dar la
vida.
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